lunes, 14 de febrero de 2011

BARRIO DE LA MAGDALENA










LAS SEPULTURAS EN LA IGLESIA.





La costumbre de sepultar los cadáveres en las iglesias y la multitud de enterramientos propios que en todas ellas había, dio lugar a diferentes cuestiones entre los individuos de la Universidad de Beneficiados de las parroquias y los superiores de los conventos de religiosos, porque unos y otros querían hacer los oficios de difuntos, alegando los razones en que cada cual se apoyaba. Muchas gestiones se hicieron para avenirlos, todas inútiles: los frailes alegaban que cuando alguno se mandase enterrar en un convento, a ellos correspondía el ir con su cruz por el cadáver y hacer todos los sufragios, en tanto que la parroquia sostenía que no gozaban de jurisdicción en el barrio y que ella sola tenía derecho a enarbolar su cruz y hacer el funeral en cualquiera iglesia.



En 1656, según un impreso que hemos visto y se conserva en la Biblioteca provincial, todas las comunidades de Córdoba habían acudido en queja contra los beneficiados, por arrollar los derechos de aquellas, dando todos un espectáculo muy poco edificante. En esto murió la esposa de D. Diego Fernandez de Argote, caballero de Santiago, Veinticuatro de Córdoba y vecino del barrio del Salvador, cuya señora se mandó enterrar en la bóveda de su familia, en San Pablo, deseo y orden que a todo trance era indispensable cumplir; vieron al Provisor, este llamó a los curas, y entre todos se convino efectuar el entierro en la espresada iglesia, colocando en lo alto del túmulo de la cruz del convento con el asta embebida y al pié la de la parroquia, la que llevaría el cadáver hasta colocarlo en aquel, siguiendo los oficios la comunidad: hacíase así ; mas no pudiendo el beneficiado del Salvador, Pedro de Mora Fajardo, ver con calma su cruz en segundo lugar, la tomó y, lleno de ira, se subió por el catafalco a ponerla en vez de la otra; los frailes salieron a la defensa de sus derechos, y fue tal la algazara que se armo y los insultos que se dijeron, que hubieran ocurrido algunas desgracias a no intervenir el Corregidor y otras muchas personas respetables, a la sazón allí como parte del duelo.



El haber referido tales sucesos en este lugar, es por contar uno, el mas ruidoso de todos, ocurrido en el barrio de la Magdalena. Falleció en el un sacerdote llamado D. Gomez Solis, quien hizo constar en su testamento el derecho a enterrarse en la iglesia de San Pablo, y el deseo de que así se hiciese; mas el clero parroquial se opuso, pretendiendo llevarlo a la suya: los frailes y los albaceas acudieron en queja a sus jueces competentes, y estos, para ver si arreglaban el asunto amigablemente, mandaron suspender el entierro por un día. En la Magdalena había siete beneficios, una rectoria, un préstamo y una prestamera, desempeñados por diez sacerdotes, los cuales, en unión de sus dependientes y armados de espadas y algunos arcabuces, se presentaron a media noche en la casa mortuoria, sacaron el cadáver del Pbro. D. Gomez Solis y le dieron sepultura en la parroquia, sin esperar mas resoluciones. Semejante atropello empeoró el asunto aumentando las protestas y reclamaciones para la exhumacion del cadáver, que se hizo pasado algún tiempo y cuando este ruidoso pleito vino a un arreglo, dividiendo las ceremonias en dos partes, y cobrando cada cual los derechos que le correspondían.

miércoles, 2 de febrero de 2011

BARRIO DE LA MAGDALENA










SUCESO EN EL DIA DEL CORPUS DEL SIGLO XV.








Muchas son la fiestas que con gran solemnidad se han celebrado en esta iglesia, y debemos hacer mención de una que antiguamente se hacía en todas las parroquias de Córdoba y que ha caído en desuso, sin que podamos expresar la época en que se ha suprimido. Tal era una procesión, en los días de la octava del Corpus, recorriendo parte del barrio y rivalizando cada uno con el de la iglesia mas inmediata. Un año, a mediados del siglo XV, la cofradía del Santísimo Sacramente de la Magdalena, a la cual pertenecía toda la nobleza del barrio, mucha y de la mas principal, hizo grandes preparativos para su procesión o minerva, como en algunos puntos la llaman, y al efecto convido a todos los demás nobles hijodalgos de la ciudad, que acudieron gustosos, entre ellos un D. Luis Fernandez de Córdoba, vecino de Santa Marina, joven apuesto y valiente; pero con la gran dosis de orgullo de todos los de su clase, y mas en aquella época que se consideraban tan superiores a los demás. Formo se la procesión y como hubiera acudido mucha clase del pueblo, entre la que se veían los labradores de la gran población rural que tenia y aun tiene este barrio, fue preciso y justo, darle cirios o faroles, toda vez que en mayor o menos escala contribuian a esta festividad. Un honrado campesino, que aunque plebeyo, tenía el carácter independiente tan propio de los españoles, tomó lugar entre el D. Luis y los que llevaban los faroles o sean los mas cerca al palio, y juzgando nuestro noble que se rebajaba con aquello, le intimó, con esos modos conque los superiores de escaso talante mandan a sus inferiores, a que le cediese el lugar y se fuese a otro sitio con los de su clase. Contestó le, que no la había en la presencia de Dios, que la iba muy bien y no le cedía el sitio: a esto siguieron dos o tres ligeras contestaciones, y no pudiendo el D. Luis contener los arranques de su orgullo y su soberbia, echó mano a la daga, atravesando el corazón de aquel infeliz, que sin vida, cayó muerto casi a los pies del sacerdote que conducía el Sacramento, el cual, aturdido no sabia si continuar su marcha o que determinación tomar, así como todos los curcunstantes, a excepción de la esposa de la victima que, como una fiera, se arrojó sobre el asesino impidiendo se entrase en sagrado, y por consiguiente dando lugar a que lo prendieran. Unos corrían, otros lloraban, muchos criticaban tan fea e improcedente acción y todos, a excepción de algunos parientes de D. Luis, estaban a favor del desgraciado, victima del orgullo de nuestra nobleza, tan altanera con sus antiguas y ya caducas ejecutorias.


La procesión terminó en aquel momento: la gente se retiró: depositó se el cadáver en la iglesia, y D. Luis Fernandez de Córdoba fue preso en la torre de los Donceles, que como la Calahorra y la Malmuerta, estaban destinada a prisiones de los nobles que cometían algún delito, siento esta una de las muchas prerrogativas con que contaban los afortunados hijos de la aristocracia española. La Providencia que a todos los juzga iguales, no consintiendo que por el camino del crimen se llegue al puerto de felicidad, vino a burlar las influencias de la familia del preso que, dando primero largas a la causa, sistema ya entonces usado, e interponiendo despues todo su influjo, llegó a alhagar de esperanza de verlo muy pronto completamente libre de sentencia humana, sin ver que la del cielo ya pendia sobre su cabeza.


Un año había trascurrido: era por la tarde, y casi a la misma hora de la procesión, avisaron a la parroquia que llevasen el Viatico para un vecino de la calle de Abejar; hacía se así, y a un tiempo salia por la calle de los Muñices la viuda del desgraciado hortelano, y D. Luis se asomaba a las almenas de la primera torre, para ver la Majestad; ambos incaron sus rodillas, y al pasar el sacerdote por entre ellos, vinose al suelo la piedra en que estaba apoyado D. Luis, cayendo también este y una de las almenas, que le trituró el cráneo. - ¡Justicia del cielo!- dijo una voz; era la de la infeliz viuda, a la que un desmayo hizo caer al suelo.