miércoles, 28 de mayo de 2014

LEYENDAS Y CURIOSIDADES EN EL REINO DE CORDOBA



CÓRDOBA EN EL ALMA





Los Cordobeses en contra de la Inquisición



La Inquisición no tenía potestad sobre los no bautizados, por lo tanto, tampoco sobre los judíos. Aunque sus víctimas fueron los judíos y los árabes que, después de bautizados, volvieron, o creían que volvían, a la práctica de su antigua fe.
Los nombres que se le han dado han sido muchos, entre ellos, marranos, conversos...
Para una ciudad como Córdoba donde la multiculturalidad ya existía desde hacia siglos, fue un enorme filón para enjuiciar y enviar a la hoguera a miles de personas en nombre de un Dios.

En Córdoba, el Santo Oficio debe su leyenda negra a individuos como el siniestro Diego Rodríguez de Lucero, inquisidor de la diócesis de Córdoba en la primera década del siglo XVI. Lucero condenó a la hoguera a más de doscientas personas en poco más de cuatro años. Y presidió el más sanguinario de los autos de fe celebrados en España, que acabó, en pocas horas, con la vida de más de cien personas.

El descontento de la población cordobesa hizo que en diferentes ocasiones apelaran al Inquisidor General así como al rey Fernando por la destitución del inquisidor por su crueldad, fanatismo y violencia no consiguiendo su propósito en los cinco años próximos.
La intransigencia y crueldad del inquisidor Lucero en la utilización de torturas despiadadas, hacían que cualquier persona dijera lo que éste quería llevando a la hoguera a mucha gente que jamás habían hecho nada, solo por el comentario de algún vecino malicioso.
Y esto, acabó por suscitar la animadversión de los cordobeses, que, con la venia del marqués de Priego, se levantó en armas contra Lucero un 9 de noviembre asaltando la cárcel inquisitorial, que no era otra que el Alcázar de los Reyes cristianos, y soltando la increíble cifra de cuatrocientos presos, que se encontraban dentro. El inquisidor, ante la magnitud de los hechos, se vio obligado a escapar en una mula por la puerta del huerto del Alcázar
Los cordobeses, con todo, continuaron, largo tiempo, respirando por la herida, y, cerca de 1571, Pedro Gutiérrez, nieto de Pedro López Racimo, hebreo depurado por el Santo Oficio, hubo de comparecer ante los magistrados de la Inquisición de Córdoba, acusado de haber dicho que, en tiempos de Diego Rodríguez de Lucero, muchos paisanos habían muerto sin culpa.
Lo cierto, sin embargo, es que la Inquisición de Córdoba fue, a lo largo del siglo XVI y después de que el pueblo fuera contra el inquisidor, una institución de escaso relieve y que, de hecho, el número de condenados a la hoguera después del trágico mandato de Diego Rodríguez de Lucero no pasó, a todas luces, de las dos decenas.
El auto de fe, en efecto, se convirtió, poco a poco, en una especie de confesión pública, y la mayoría de los procesos inquisitoriales se saldaba, por lo visto, con la prescripción de un par de oraciones y alguna que otra misa. Y los magistrados del Santo de Oficio de Córdoba se volvieron comprensivos y benévolos y tenían en cuenta, según sus dictámenes multitud de circunstancias atenuantes
El empleo del tormento, contra lo que se suele pensar, fue ya inusual en el Santo Oficio de Córdoba. No era extraño, por lo demás, que los acusados fuesen puestos en libertad por defecto de probanza. Así ocurrió, a modo de ilustración, con Alonso de Castro, soldado de Lucena, pueblo de Córdoba, que, sospechoso de haber alabado a los luteranos, fue, empero, absuelto y liberado el día 24 de octubre de 1563.
Pedro Jurado, carpintero y vecino de Córdoba, compareció, allá por el año 1571, en auto de fe; había sostenido que la promiscuidad no era pecado, y que el hombre que no mantenía relaciones sexuales con varias mozas, literalmente y de acuerdo con la trascripción de Rafael Gracia Boix, «no era hombre, sino un mariconazo»; fue condenado, sin más, a reconocer lo errado de su opinión.

El fenómeno de las denuncias falsas estaba más extendido de lo que se suele creer. Existían y estaban castigadas, con penas muy rigurosas. Sirva de ejemplo el caso de Francisco Guerra que denunció a ciertos presuntos luteranos y recibió, a cambio, trescientos azotes, una multa exorbitante y once años de destierro; o de Juan Guillén, pastelero, que, con la colaboración necesaria de Gonzalo Rosado, servidor del calumniado, acusó a su suegro de seguir la secta de Lucero y hubo de sufrir, a modo de recompensa, cuatrocientos azotes y seis años en galeras; o de Juana Pérez, que testificó con malicia en contra de su propio marido y recibió, el día 19 de marzo de 1564, medio centenar de azotes en castigo de su culpa.
El pueblo llano ignoraba por completo las sutilezas de la doctrina cristiana y, de hecho, cabe atribuir gran parte de las amonestaciones de los magistrados del Santo Oficio de Córdoba a superstición.
Andrés Hernández, vecino de Baeza, hoy pueblo en la provincia de Jaén, depuso, a principios de la década de 1590, ante los magistrados del Santo Oficio; había dicho, en público, que la simple fornicación no era, en absoluto, pecaminosa, y que, en fin, «más valía ir a las mujeres que a las borricas»; el reo se comprometió a escuchar una misa y el caso quedó, de inmediato, cerrado.
Hubo, por lo demás, algún que otro penitenciado en Córdoba, a lo largo del Quinientos, por haber falsificado una prueba de limpieza de sangre. Fue el caso, sin ir más lejos, de Francisco y Pedro Gutiérrez, hermanos, nietos del hebreo Pedro López Racimo, ambos escribanos, vecino el primero de Baena y el segundo de Córdoba; uno y otro se acogieron a cierta amnistía y la causa, en consecuencia, quedó sobreseída cerca de 1571.
Fue, asimismo, el caso de Juan de Baena, vecino y juez de Córdoba, que ocultó su origen hebreo con miras a ingresar en la corporación pública; fue condenado, una vez descubierto, a pagar una sustanciosa sanción económica y hubo, en fin, de cumplir un año de destierro. Juan de Baena arrastró consigo a nueve amigos que, por hacerle un favor, habían testificado que el buen hombre era cristiano rancio, a sabiendas de que no era cierto.
Lo cierto, sin embargo, es que el número de hebreos penitenciados por el Santo Oficio de Córdoba después de la destitución de Diego Rodríguez de Lucero fue, a todas luces, escaso; la comparecencia pública de una decena de cristianos nuevos, vecinos de Baeza, el día 18 de abril de 1574, fue, sin lugar a dudas, extraordinaria; ninguno de los conversos, por cierto, acabó en las llamas de la Inquisición; los sucesores de Lucero, en efecto, poco amigos de recurrir a la hoguera, dictaron contra la mayoría de los comparecientes penas de cadena perpetua y confiscación de bienes.

El caso de Antonia de Buenrostro, viuda y natural de Córdoba, fue, a lo que parece, el primero de una muy larga lista. Compareció ante los inquisidores del Santo Oficio cerca de 1571, acusada de haber invocado demonios, y fue, de inmediato, absuelta por defecto de probanza.
Las hechiceras, en cualquier caso, fueron las protagonistas del auto de fe habido, el día 8 de diciembre de 1572, en la ciudad de Córdoba. Catalina Rodríguez, Leonor Rodríguez "La Camacha", Mari Sánchez "la Roma", y Mayor Díaz, todas ellas vecinas de la localidad de Montilla, comparecieron en compañía de Ana Ortiz, de Baeza, y Rodrigo de Narváez, de Jaén. Confesaron haber hecho pacto con el diablo; trazado círculos en el suelo con el objeto de invocar demonios; y celebrado de noche ceremonias rituales en el cementerio de la localidad.
Recibieron, en consecuencia, cien azotes en Córdoba, cien en Montilla, pagaron una multa de ciento cincuenta ducados, La pena, en cambio, Mayor Díaz no recibió ni un solo azote: su pena consistió, sin más, en la vergüenza pública

Que, en estos casos era que el reo era paseado por las calles encima de un asno, desnudo de cintura para arriba pero sin dogal y con coroza que llevaba las insignias correspondientes a su delito, mientras el pregonero declaraba sus delitos.



copiado de paseos por cordoba

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